viernes, 27 de enero de 2017

El espacio y el tiempo

El espacio y el tiempo

La concepción del Espacio es construida por nosotros, como la concepción del Tiempo, conjuntamente con la concepción del Objeto.
Hasta ahora, hemos concebido un Espacio-recipiente, en el que hemos depositado los objetos, ordenándolos: unos aquí, otros allí, unos arriba, otros abajo, unos cercanos, otros lejanos, etc. Y le hemos dado a ese Espacio una categoría similar a la de Objeto.
El Pasado, el Presente y el Futuro son construcciones que hacemos en el presente, introduciendo esas categorías para agrupar, diferenciar y relacionar estructuras, ahora.
El Tiempo es la relación que establecemos nosotros entre la velocidad de transformación de un conjunto y la de otro. Está en relación con el movimiento.
Antes y después, como arriba y abajo, aquí y allí, son concepciones con las que ordenamos nuestras creaciones.
Vivimos en un presente continuo.
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Con la concepción anterior del Tiempo ¿Dónde termina el Pasado y comienza el Presente? ¿Cuál es el límite entre Pasado y Presente? (La misma pregunta es válida para el Presente y el Futuro).
Todo cuanto ocurre ya ocurrió; o sigue ocurriendo.
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No es que el tiempo sea irreversible sino que las situaciones son irrepetibles.
Como dijo Heráclito: “No puedes bañarte dos veces en el mismo río”.
Aunque podamos comparar dos situaciones y decir que son iguales, esa relación de igualdad es sólo teórica; las situaciones comparadas son diferentes a pesar de que su diferencia no pueda ser percibida. En el caso en que no percibimos la diferencia, o en el caso en que necesitamos la igualdad para un propósito, es que declaramos iguales a dos situaciones. Es imposible construir dos veces la misma relación entre todas las cosas del Universo porque están en constante movimiento aleatorio.
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La concepción del Tiempo, como la del Espacio, son concepciones fundamentales porque con ellas ordenamos las demás. Así, definimos un lugar y un momento para cada cosa, de modo que podamos relacionar luego unas con otras. Creamos, concebimos, objetivamos y establecemos relaciones entre nuestras creaciones, ordenándolas y ordenándonos entre ellas.
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La irreversibilidad no puede argüirse  como fundamento de la realidad del tiempo, porque ya lo presupone.

miércoles, 25 de enero de 2017

Yotro

Yotro

Todo lo que existe lo concebimos como conjuntos. Cada vez que fijemos nuestra atención en algo, encontraremos un conjunto. Yo, soy un conjunto. No hay una partícula elemental.
Yo soy el conjunto de todo lo que sé que soy: una singularidad integradora del Universo. Y este conjunto que soy, soy por y en nosotros. Cualquier subconjunto que me conforma es un conjunto integrado por los otros; yo soy otros o soy yotros.
Cuánto de mis antepasados y de mis padres soy, de mis hermanos y parientes, de mis amigos y conocidos, de mis maestros y de mis alumnos, de tantas personas con quienes he intercambiado cara a cara y de tantas con quienes sólo me he visto alguna vez, de tantas otras a quienes he visto y escuchado en cine o televisión, de todas aquellas otras que sólo sé que existen, de otras a quienes he leído en libros de ensayos, novelas, poesías, cuentos, artículos periodísticos… De unos más intensamente y de otros menos, soy la integración singular, única, de todos ellos. Soy ellos, de una manera singular. Soy otros; yo, soy yotros.
Reléase la cita extraída del libro de Helen Keller, escrita más arriba.
Siendo singular y plural, no soy uno u otro sino la conjunción de lo singular y lo plural; soy singural. En mí, que soy uno, son también todos; yo y los otros, soy yotros.

La diferencia entre nosotros y yo, es que cada yo es un nosotros distinto de los otros yoes.

lunes, 23 de enero de 2017

La realidad

La realidad

¿Qué es la realidad?
Muchas respuestas han sido dadas a esta pregunta. No obstante, a pesar del número y la variedad de las mismas, desde antes de los primeros filósofos griegos hasta mediados del siglo XIX prevaleció la convicción de que la realidad es eso que está ahí. Ése ha sido el común denominador de las más variadas respuestas. Eso que está ahí; la realidad objetiva; eso que no soy yo (el sujeto).
Mas hoy, eso que estaba ahí ya no está.
Esa realidad que determinábamos como existente por sí, que establecíamos como objeto en sí, ha perdido todo sustento; la hemos diluido en la relatividad, la probabilidad y la incertidumbre.
Del mismo modo en que Nietsche reveló la muerte de Dios, declaro ahora la desaparición de la realidad objetiva.
La dupla sujeto-objeto ha hecho crisis. Hemos agotado su función para comprender lo que hacíamos porque lo que hacíamos ha sido plenamente hecho. Toda la actividad que nos era posible hacer sin plan, sin finalidad, sin propósito, ha sido realizada y comenzamos a realizar la tarea de ser conscientes de ello y de que podemos proporcionarnos la libertad para decidir lo que haremos; para planear, en conjunto, una nueva manera de vivir, de ser y, sobre todo, de hacer.
El sujeto y el objeto como entidades en sí, distintas en su naturaleza, separadas y opuestas, fueron concebidos para integrar una realidad duplicada.
Esa actividad realizada y finalizada, ha sido la creación de la realidad objetiva. Con ello nos hemos dado los elementos y las condiciones para decidir nuestro modo de ser. Hasta ahora, sólo hacíamos como hacen los niños mientras juegan libremente, creando la realidad de la manera en que esas creaciones nos resultaban agradables.
Nosotros concebimos la realidad. Esto es, la creamos a partir de nosotros mismos. Con la palabra, creamos entre nosotros lo real. Todo aquello a lo que llamamos realidad, resulta de nuestra actividad sobre nosotros mismos y sobre la realidad ya creada por nosotros.
(La concepción del objeto no es individual sino grupal. Es objetivación de lo común, comunicado).
CREACIÓN (Principio de)
Considerando que la longitud del Ecuador terrestre es de, aproximadamente, 40.076 km y que el día tiene poco más de 24 horas, quienes viven en las proximidades de la línea del Ecuador se están moviendo a una velocidad de casi 1.670 kilómetros por hora, en el sentido Oeste-Este. Al alejarnos de esa línea y acercarnos a los polos, la longitud de la línea paralela a ésa se va haciendo menor, hasta llegar teóricamente a cero. Teniendo en cuenta que vivo en Neuquén, República Argentina, el paralelo aquí debe rondar los 20.000 kilómetros y, por lo tanto, en este momento me estoy moviendo a una velocidad aproximada de 840 kilómetros por hora. Pero si agrego a mis consideraciones el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, pues entonces también me estoy moviendo a, aproximadamente, 107.200 km/h. Sin embargo, ninguna sensación tengo de ello. No cuento con datos sensibles que me indiquen que me estoy moviendo a esas inmensas velocidades; ni siquiera  siento que me estoy moviendo, salvo por lo que hago con  mis dedos sobre el teclado. Ninguno de mis sentidos me informa sobre el movimiento terrestre. Sin embargo, estoy convencido de su realidad. Y, sin dudas, también están convencidos de lo mismo la casi totalidad de los seres humanos.
¿Y cómo es posible este convencimiento? ¿Por qué no doy fe a lo que percibo por mis sentidos? ¿Cómo es que afirmo, sin dudar, que estoy en movimiento, cuando lo que me dicen mis percepciones sensibles es que no es así, que es todo lo contrario, que estoy perfectamente quieto, sentado y escribiendo? Pues este convencimiento nace de lo que se me ha dicho desde hace unos cuantos años; desde que era un niño. Se me informó del movimiento de la Tierra en la escuela. Mis maestras se esforzaron por mostrarme con palabras, dibujos y maquetas esta afirmación: la Tierra se mueve; y lo hace de varias maneras: rotando alrededor de su eje, trasladándose alrededor del Sol, también junto con éste por la Vía Láctea y, además, con nuestra galaxia por el Universo infinito. ¿Y cómo es que ellas, mis maestras, supieron de los movimientos de nuestro planeta? Pues de la misma manera que yo: a ellas también les informaron sus propios maestros. ¿Y a éstos?... Y bien, como sabemos, el origen de esa información es el Sr. Nicolás Copérnico. Pero también sabemos que este buen señor no percibió el movimiento terrestre por sus sentidos sino que lo dedujo a partir de cálculos matemáticos, hechos en base a observaciones astronómicas realizadas con el telescopio galileano (procedimiento que puede ser reproducido por cualquier persona que se disponga a hacerlo, lo que lo hace confiable). Galileo comprendió que las dificultades para calcular y predecir el movimiento de los planetas se debían al modelo geocéntrico, y que para superar esas dificultades debía adoptarse el modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico. Tycho Brahe, astrónomo danés de mediados del siglo XVI, hizo nuevas observaciones planetarias y demostró que había fallas en la teoría vigente. Se presentaron entonces dos opciones: admitir que estaba fallando la teoría geocéntrica, como afirmaron antes Copérnico, Galileo y Kepler, o que las hipótesis auxiliares acerca del número y tamaño de epiciclos (modelo geométrico ideado por los antiguos griegos para explicar las variaciones en la velocidad y la dirección del movimiento aparente  del Sol, la luna y los planetas) y otros recursos para la explicación no eran suficientes. Los ptolemaicos habían adoptado esta última postura durante unos cuantos siglos hasta que Kepler pudo explicar lo que sucedía asignando a cada planeta una única trayectoria elíptica alrededor del Sol. Así, Kepler formuló sus leyes del movimiento planetario.
Newton mostró que las leyes de Galileo y Kepler se podían deducir a partir de los principios de su teoría y así logró unificar, por deducción, un conjunto de leyes empíricas dispersas. De esa manera, el proyecto de la ciencia moderna encuentra su culminación en la física de Newton.
De manera que por confianza en lo que me transmitieron mis maestras, que a su vez confiaron en lo que infirieron los pensadores mencionados, afirmo que estoy moviéndome a pesar de que no tengo información sensible sobre ello. En consecuencia, lo que llamo mi conocimiento de la realidad surge de dos fuentes: la inferencia hecha por algunos y la confianza de los demás; confianza que se sustenta en hechos producidos a partir de esas u otras inferencias logradas por un procedimiento semejante y reproducible: observación, investigación (o, sensaciones y trabajo con esas sensaciones), e inferencia lógica. Por lo tanto, la realidad, tal como la concibo, es el resultado de la actividad particular de algunos y la confianza de muchos que comparten el procedimiento y  las inferencias que realizaron aquellos.
Esto es, creación grupal de lo objetivo, en un proceso que comenzamos con la sensación subjetiva.
Las sensaciones no nos relacionan con objetos; lo que percibimos cuando sentimos, es subjetivo; no proviene de un objeto. El objeto no existe antes, fuera y distinto de nosotros sino que es creado por nosotros a partir de nuestras sensaciones. Pero esa creación no es individual sino grupal; sólo cuando compartimos la sensación y la actividad (comparaciones, valoraciones, clasificaciones, etc.) realizada con ella, masivamente, entonces creamos el objeto.
Esto es lo que llamaré, de ahora en más, el Principio de Creación: LA REALIDAD ES LO QUE CREAMOS.
Advertencia: no es lo que yo creo, sino lo que nosotros creamos. Y este nosotros no en sentido de nosotros como suma de individuos sino nosotros como actividad de un grupo relativamente numeroso. Esto es, lo que es compartido por la casi totalidad o una gran mayoría de los miembros de un grupo.
Por ejemplo: este principio, el Principio de Creación que acabo de enunciar, puede masificarse y hacerse realidad, o puede quedar perdido por siglos o milenios, como ocurrió con la concepción de “átomo” enunciada por Demócrito de Abdera, en Grecia, cinco siglos A.C. y vuelta a enunciar por John Dalton a principios del 1.800 (S. XIX). Fue compartida masivamente ¡2.400 años después! O lo que sucedió con el “heliocentrismo”, enunciado por Aristarco de Samos tres siglos A.C. y nuevamente propuesto y objetivado a partir de Nicolás Copérnico, ¡al cabo de 1.800 años! 
Del mismo modo en que en el S. XVI los datos de las observaciones astronómicas no podían ser relacionados con la teoría vigente, la geocéntrica, y cobraron coherencia y realidad al interpretarlos desde la nueva teoría, la heliocéntrica, los datos de las observaciones de la Física actual pueden ser integrados en el Principio de Creación.

El proceso de construcción del objeto es el siguiente: sensaciónactividades con la sensación o a partir de ella (valoración: buena o mala, benéfica o perjudicial, fea o bella; cualificación: tamaño, intensidad, etc.; ordenamiento con el tiempo: antes, después y con el espacio: aquí, allá, arriba, abajo, etc. – nombramiento de la sensación y con ello, comienzo de la actividad de compartirla; sólo se nombra entre dos o más personas  – masificación de la sensación nombrada y con ello, creación del objeto.
La sensación es producto de nuestra actividad involuntaria, espontánea; y no nos informa sobre un objeto diferente de nosotros mismos; no nos da el dato de la existencia de un objeto distinto de mí mismo.

 Con la sensación o a partir de ella, realizamos actividades como su ordenamiento con el tiempo y con el espacio; esto es, ubicamos la sensación en relación a las otras sensaciones colocándola antes o después de éstas, por ejemplo; su valoración, determinando la sensación como benéfica o perjudicial, por ejemplo; su cualificación, asignándole atributos como el de su tamaño, su intensidad, etc. Hasta aquí y separando teóricamente la actividad de otros aspectos que le son propios, podríamos decir que nos movemos en la esfera de lo subjetivo; es actividad relativamente individual. Luego de ello, ya en el ámbito de lo grupal, el individuo comparte los resultados de esa actividad con otros individuos, convirtiendo la sensación y los resultados de su actividad en palabras, creando así el objeto.

sábado, 21 de enero de 2017

La palabra

La palabra
Integrado de una manera singular tal que, de estos otros, soy más intensamente unos que otros, soy especialmente humano; y esta humanidad que soy, es concebida en la interacción producida con la palabra.
La palabra es lo primero que pusimos entre nosotros; es la primera cosa con la cual fundamos todas las cosas; y creamos la Humanidad y el Universo. No hay existencia sin palabra.
Todo mi ser fluye en cada palabra. La palabra soy yo, puesto fuera de mí e integrado por vos.
La palabra somos nosotros, puestos entre nosotros e integrados por nosotros.
Al hablarnos nos integramos. El comunicarnos algo es hacer ese algo común; ese algo puesto entre nosotros deja de ser sensación individual para ser objeto, común.
Sin palabra no hay comunidad. Sin palabra no hay pensamiento. Sin palabra no hay humanidad.
Para comprender en su plenitud el hecho del lenguaje, debe considerárselo en su totalidad: seres humanos compartiendo nuestras singularidades; yotros integrándonos.
Al hablar, construimos nuestros yotros. Creamos nuevas estructuras entre otro y yo, y nos reestructuramos. Con el mismo acto, nos integramos.
La creencia de que la palabra es la expresión del pensamiento, ha sido aceptada hasta ahora sin cuestionamiento alguno, y sin revisión. Es un axioma de costumbre.
Sin embargo, no solamente la palabra no es la expresión del pensamiento sino que el pensamiento es palabra: es la concepción humana por excelencia; es con la palabra como nos constituimos en humanos.
Antes de la palabra no hay objeto.
La palabra es más que la articulación de sonidos. Es, además, un conjunto estructurado en el que conjugamos lo que hemos objetivado como movimientos óseos, musculares, nerviosos, glandulares, humorales, etc., con la finalidad, el propósito, la intencionalidad. Todo nuestro ser está presente en la palabra. Aquellos aspectos que hemos concebido como físicos, biológicos, intelectuales y sociales, diferenciados así por la palabra, intervienen en la concepción de la palabra.
¿Qué otra cosa significan las palabras de Juan, en los primeros versículos de su libro en la Biblia: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios.”?...

Al “Pienso… luego existo” de Descartes, ahora debemos completarlo con el “Hablamos… luego pienso… luego existo”. Porque no es que pienso y en consecuencia puedo hablar sino que hablo y entonces puedo pensar.

viernes, 20 de enero de 2017

Nosotros

Nosotros
Nosotros somos el principio de la existencia; no yo sino nosotros, pues no existo sin otros; no cada uno de nosotros sino nosotros como grupo. Mis pensamientos sólo son míos en tanto los concibo de una manera singular conjugando pensamientos de otros. Concibo mis pensamientos combinando palabras; y las palabras son el modo de la interacción humana.
El individuo humano se concibe en interacción con el grupo: una semilla de naranja, por ejemplo, plantada en cualquier lugar, aunque en éste no haya ningún naranjo ni otro vegetal alguno, mientras disponga de los nutrientes de la tierra, de sol, de agua y de aire, germinará y se desarrollará hasta convertirse en un árbol que fructificará en nuevas naranjas, cumpliendo así todo el ciclo de cualquier otro individuo de su especie; se comportará de la misma manera que lo hubiera hecho si hubiese crecido en medio de un naranjal. Eso es válido para cualquier individuo de cualquier especie vegetal. Por otra parte, con los animales sucede lo mismo pues si, por ejemplo, un cachorro de león, de pocos días, es separado de su especie y criado en un ambiente sin leones, se comportará siempre como un león, como cualquier individuo de su especie en el ambiente en que se encuentre. En cambio con nosotros, los individuos humanos, no sucede lo mismo: separados de nuestra especie, aunque conservásemos la forma física como los vegetales y los animales la conservan, nuestro comportamiento sería muy diferente a los de los demás individuos humanos; posiblemente ni siquiera nos erguiríamos para trasladarnos como bípedos pues hasta éste es un comportamiento aprendido en el seno del grupo; y, como ése, prácticamente la totalidad de los comportamientos, especialmente el de la comunicación, son producto de la interacción entre los individuos del grupo. La humanidad del individuo es concebida en su interacción con la humanidad de los otros individuos. De manera que la humanidad se concibe a sí misma.
Ninguno de nosotros nace solo, aislado, fuera de nosotros. Cada uno de nosotros es concebido por nosotros.
Estamos desde siempre. Y cada uno de nosotros es la síntesis más compleja y armoniosa del Universo.
Yo, escribiendo aquí y ahora, y tú, leyendo, aquí y ahora, integrándome a ti por acuerdo o desacuerdo, pasando a ser parte inseparable de ti somos, aquí y ahora, nosotros. Eres nosotros, del mismo modo y por la misma razón que también yo, soy nosotros.
Mis pensamientos, modificados del modo y con la intensidad particular que les estás dando, van formando parte de ti, de tu singular estructuración del Universo, en este instante.
Así, tú como yo, como todos los humanos, somos singularidades estructuradas y estructurantes del Universo; cada uno diferenciado de los otros y siendo a su vez los otros según su aquí y su ahora.
“Durante casi seis años”, dice Helen Keller en su libro ‘Luz en la oscuridad’, “viví privada del menor concepto sobre la naturaleza o la mente, la muerte o Dios. Puede decirse que pensaba con mi cuerpo, y, sin excepción, los recuerdos de aquella época están relacionados con el tacto… No había una chispa de emoción o racionalidad en esos recuerdos clarísimos, aunque meramente corporales; podía compararme con un insensible pedazo de corcho. De pronto, sin que recuerde el lugar, el tiempo o el procedimiento exactos, sentí en el cerebro el impacto de otra mente y desperté al lenguaje, el saber, el amor, a las habituales nociones acerca de la naturaleza, el bien y el mal. Fui prácticamente alzada de la nada a la vida humana”.

Keller lo dice mejor que nadie: “de la nada a la vida humana”. No hay humano, no es posible un humano sin la humanidad. Y cada humano, cada uno de nosotros, es una versión singular de la humanidad; una particularización del grupo.

Hacia una nueva concepción de la realidad

La concepción de la realidad, del mundo, del ser humano, de la vida, con la que hemos vivido hasta hace algunas décadas, está agotada. Estamos en una situación indeterminable; sin paradigma, sin significado, sin sentido; y, por lo tanto, sin referencia para valorar hechos, acciones, sentimientos, pensamientos. Y mientras no elaboremos una nueva concepción de la realidad con la cual podamos darle un sentido a la vida, continuaremos debatiéndonos entre pseudosentidos para mitigar la angustia del sinsentido, con el sufrimiento que ello conlleva.
Las concepciones del mundo con las que se les dio sentido a la vida hasta finales del siglo XIX, están  perimidas. Los vínculos que sustentaban la objetividad y con ello, la realidad, han perdido fundamento. Tanto las concepciones religiosas como las filosóficas, las político-sociales, algunas de las cuales estuvieron vigentes durante milenios, y hay, hasta las científicas, han agotado su validez. La angustia existencial expresada claramente por los filósofos llamados existencialistas, es un padecimiento que ha venido creciendo paulatinamente en la práctica cotidiana de cada vez un número mayor de personas, y hoy se ha masificado sin discriminar culturas ni condiciones sociales.
Una concepción de la realidad, o del mundo, relativamente estructurada e integrada y que, a su vez, nos contenga como individuos, nos contemple integrados a esa realidad, es condición necesaria para que nuestra vida pueda tener un sentido. Al carecer de una concepción tal, carecemos de realidad, no tenemos mundo en el cual significarnos; nos desintegramos y quedamos vacíos de significado, sin sentido, sin ser; somos solamente una paradoja: somos nada.
A mediados del siglo XX, Erich Fromm percibió claramente esa situación en el hombre común: “La vida carece de significado. La gente vive, pero siente que no está viva; la vida se escurre como arena. Y una persona que está viva y que, consciente o inconscientemente, sabe que no lo está, siente repercusiones que a menudo, si ha conservado un resto de sensibilidad y vitalidad, termina en una neurosis. (…) En un nivel consciente se quejan de estar insatisfechos con el matrimonio, con el trabajo o con cualquier otra cosa; pero al preguntárseles qué hay detrás de sus quejas, la respuesta es por lo general que la vida no tiene sentido.” (1)
 A fines del siglo XIX, Sir Artur Conan Doyle ya lo intuía: “-Dígame, Watson: ¿qué sentido puede tener un hecho así? –preguntó Holmes solemnemente al dejar el documento encima de la mesa-. ¿A qué finalidad sirve este círculo de dolor, de violencia y de terror? Forzosamente ha de tender hacia algún fin, o, de lo contrario, nuestro universo está regido por la casualidad, cosa que no se puede pensar. Pero ¿cuál es esa finalidad? Ahí tiene usted planteado el gran problema perenne al que la razón se halla hoy tan lejos de poder contestar como siempre.” (2)
También Samuel Laghorne Clemens, en esa misma época, lo expresaba descarnadamente: “Aquello que te he revelado es la verdad; no hay ningún Dios, ni universo, ni especie humana, ni vida terrenal, ni paraíso, ni infierno. Todo es un sueño… un sueño grotesco y estúpido. Nada existe, excepto tú. Y no eres más que una idea… una idea errante, una idea inútil, una idea sin hogar, ¡vagando desamparada por las eternidades vacías!” (“El forastero misterioso” – Mark Twain – Ed. Lonseller, 2da. edición – Bs. As. – 2005).
Y, por supuesto, además de muchos otros, la visión de los existencialistas.
Bien lo anticipó Nietzsche, también durante las últimas décadas del siglo XIX: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo. Esta historia ya puede contarse ahora, porque la necesidad misma está aquí en acción. Este futuro habla ya en cien signos; este destino se anuncia por doquier; para esta música del porvenir ya están aguzadas todas las orejas.” (Nietzsche – Prefacio a “La voluntad de poder” – Ed. Edaf S.L. – 21ª edición – 2.012).
Josep María Esquirol, en una entrevista publicada en el diario El País el 31 de Mayo de 2.015, expresaba que “El ser humano tiene necesidad de pensar porque el sentido de la vida, el sentido del todo, no está dado. Wittgenstein mismo hace casi un siglo decía que aunque la ciencia llegue a resolver los problemas relacionados con los orígenes del Universo o incluso las estructuras más básicas de la vida humana, notaríamos que respecto a lo esencial seguimos en la misma situación. Aunque la ciencia avance, que es obvio que está avanzando, hay algo que ella no resuelve y que no se va a resolver. Eso que he llamado el sentido de la vida no es algo que la ciencia pueda darnos como resultado de una teoría de la física. Kant decía que éste es el destino trágico de la razón humana.”
Y yo agrego: y ahora, no sólo de la razón sino de la vida humana.
Tragedia, diaria tragedia, miles de millones de inútiles tragedias: muertes por desnutrición, muertes por sobredosis de narcóticos, muertes por asesinatos, muertes por guerras, muertes por fallas tecnológicas evitables, muertes por accidentes previsibles, más de dos tercios de la población mundial con hambre mientras la producción de alimentos duplica lo necesario para todos, sistemas de salud sobredemandados, pestes que diezman a millones, océanos y vastos territorios contaminados, ciudades atestadas, trata de personas, prostitución infantil… Violencias de todo tipo, tragedias de todas clases que, en varias de sus versiones, no discriminan raza, religión, nacionalidad ni posición económica o social.
Habrá quienes puedan aducir que la historia humana está plagada de tragedias, que siempre fue así, que cada cual debe resolver su vida como le parezca y como pueda en las circunstancias que le toquen. Pero ante ese pesimismo fatalista podemos afirmar que fue así porque no pudimos hacerlo de otra manera, que es así porque aún no nos damos cuenta que podemos hacer que sea de otra manera, que no estamos condenados a ello; nada ni nadie nos lo impone. Podemos superarlo. Hemos creado las condiciones necesarias y suficientes; ahora debemos acordar cómo hacerlo y darnos a la tarea.
Habrá también quienes, como Lipovetsky, encuentren en el “personalismo” posmoderno un valor; aunque un tanto extraño como tal pues lo identifica con la indiferencia absoluta; y más extraño aún la manera de plantearlo pues él mismo expresa en su obra “La era del vacío”: “…el drama es más profundo que el pretendido desapego cool: hombres y mujeres siguen aspirando a la intensidad emocional de las relaciones privilegiadas (quizá nunca hubo una tal «demanda» afectiva como en esos tiempos de deserción generalizada), pero cuanto más fuerte es la espera, más escaso se hace el milagro fusional y en cualquier caso más breve. Cuanto más la ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se sienten los individuos; más libres, las relaciones se vuelven emancipadas de las viejas sujeciones, más rara es la posibilidad de encontrar una relación intensa. En todas partes encontramos la soledad, el vacío, la dificultad de sentir, de ser transportado fuera de sí; de ahí la huida hacia adelante en las «experiencias» que no hace más que traducir esa búsqueda de una «experiencia» emocional fuerte. ¿Por qué no puedo yo amar y vibrar? Desolación de Narciso, demasiado bien programado en absorción en sí mismo para que pueda afectarle el Otro, para salir de sí mismo, y sin embargo insuficientemente programado ya que todavía desea una relación afectiva.”

Hay también quienes, como Robert Lanza, con su “biocentrismo”, han comenzado a aportar en el sentido de la tendencia en que se inscribe esta propuesta, que debe tratarse precisamente como tal: una propuesta; esto es, una concepción de la realidad, puesta a consideración de todos para que, mediante la crítica, sea objetivada. Una propuesta para la concepción de la realidad con una Humanidad integrada y en condiciones mejores que las actuales; esto es, vidas vinculadas amablemente entre sí mediante actividades con un sentido progresivamente humanizador; desarrollando la mayor cantidad de acciones posibles relacionadas con impulsar el incremento de  la creatividad y la integración.
Una realidad concebida intencionalmente, y con un sentido determinado consciente y activamente por nosotros.
Nietzsche fue claro al respecto: “Sólo en el caso de que la humanidad tuviera un fin universalmente aceptado, podrían proponerse imperativos respecto a la forma de actuar; pero hoy por hoy, no tenemos noticia de que ese fin existe. En consecuencia, no hay por qué relacionar las pretensiones de la moral con la humanidad, ya que resulta absurdo e ingenuo. Otra cosa sería recomendar un fin a la humanidad, porque este fin sería entonces algo dependiente de nuestra voluntad, y si conviniera a la humanidad, ésta podría imponerse a sí misma una ley moral que le conviniese. Sin embargo, hasta hoy se ha venido situando la ley moral por encima de nuestra voluntad; hablando con propiedad, no hemos querido dictarnos esa ley, sino recibirla de alguna parte, descubrirla, dejar que nos gobernara, del modo que fuera.”
Es ahí, en esa vinculación entre un fin o sentido de la vida, y las acciones y el comportamiento de las personas, donde reside la posibilidad de una vida bien vivida o lamentable y hasta dolorosamente desperdiciada.
Nietzsche, desde la perspectiva de su momento, despreció la posibilidad de realizar la tarea y por eso anunció el nihilismo. Pero hoy, a más de cien años durante los cuales hemos producido más cambios que en toda nuestra historia, especialmente en el ámbito tecnológico, no solamente es más importante que nunca antes sino que ahora contamos con lo necesario como para objetivar, consciente y voluntariamente, una finalidad, un sentido, a partir del cual podremos concebir una ley moral conveniente.

Para ello, es necesario objetivar previamente algunas concepciones: lo que somos nosotros, como grupo, como conjunto, como humanidad; lo que somos nosotros, como individuos, como yo, como tú; la realidad; el espacio; el tiempo; la conciencia, y otras...